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El Duero es, entre los ríos españoles, medalla de bronce en longitud. Pero habría que asignarle el oro en cuanto a herencia histórica, literaria, monumental y variedad de paisajes. Además, parece que sus riberas, más que un tremedal de agua, estuvieran empapadas en vino. El perfil dionisíaco empieza pronto, cuando apenas nacido en los montes sorianos comienza a trazar "curvas de ballesta", según Antonio Machado; es verso de romancero en torno a San Esteban de Gormaz; acentúa aristas de frontera por tierras burgalesas; riega castillos y plazas fuertes en Peñafiel, Zamora o Toro, hasta adentrarse en la ratonera, también aduana, que son los Arribes de Fermoselle y Miranda do Douro.
Al igual que los franceses hablan de un valle del Loira que taja al país de parte a parte, podríamos hablar de un valle del Duero en sentido lato, de Soria a Portugal. Rótulo a no confundir con Ribera del Duero, que es un tramo concreto donde se cría un vino capaz de plantarle cara al mismísimo Rioja universal. En realidad, en el valle del Duero se codean hasta media docena de denominaciones de origen: el vino se erige así en portavoz de la historia, el arte y el paisaje de este río poliédrico.
Bien se podría iniciar el periplo fluvial por la burgalesa Aranda de Duero, declarada precisamente Ciudad Europea del Vino 2022. La ciudad más populosa e industrial de Burgos después de la capital provincial. El marasmo de bloques de viviendas y naves de polígono arropan (por no decir ahogan) el núcleo histórico, mal conservado. Se puede ver lo que fue en el plano cenital (del siglo XV) y la maqueta que alberga la oficina de turismo, en la plaza Mayor. En superficie, lo más deslumbrante es la iglesia gótica de la Asunción, casi una catedral. Pero debajo de casas y calles late otra ciudad subterránea, como una réplica cavada en la toba, formando un laberinto de bodegas, más de 130, algunas de ellas preparadas para las visitas, como la bodega-museo de Las Ánimas.
A solo un par de leguas, encaramada a un teso, se empina Haza, tan ilustre como mermada y olvidada. Un grupo animoso de arqueólogos y arquitectos de la tierra están tratando de recuperar su lustre. En el único torreón que subsiste de la antigua fortaleza se puede conocer, a través de un vídeo, la importancia de esta plaza fronteriza en el siglo X frente al acecho de los califas de Córdoba. Algo más adelante, a las murallas desdentadas de Roa les han implantado un edificio vanguardista, hermoso, que parece un queso suizo de agujeros, y que es sede del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Ribera del Duero.
El Duero se funde con su feudatario, el Duratón (ambos nombres derivan de la raíz celta dur, agua) a pocos pasos del montículo que cabalga soberbio el castillo de Peñafiel, convertido en Museo del Vino. A sus pies, en la villa, carteles carmesíes anuncian bodegas como si fueran palacios o catedrales.
La bodega Tr3mano, en la pedanía de Padilla de Duero, acopla su diseño casi brutalista a los ribazos por donde se van sacando a la luz vestigios de la vaccea Pintia, que aguantó desde el siglo V antes de Cristo hasta la llegada de los visigodos; pueden verse los hallazgos en un galpón de Padilla de Duero.
Un poco más adelante, el río baña las tierras de sus vinos más ilustres y elogiados. En Valbuena de Duero, un paisaje minucioso, como de códice o beato, arropa bodegas como Emina o Matarromera, que son a la vez museo y parada gastronómica a tener en cuenta. A tiro de ballesta, en la misma orilla, se recoge el monasterio de Santa María de Valbuena. Una joya cisterciense (siglos XII a XVI) que no solo conserva de maravilla su arquitectura y pinturas murales; es que, además, ha sido transformado en un hotel-balneario de lujo con aguas termales y cocinero con estrella Michelin. Aloja, además, la sede de Las Edades del Hombre y sus talleres de restauración.
Ensancha su cauce el Duero al llegar a Tordesillas, obligando a un puente de muchos arcos para unir La Vega con el casco histórico. Histórico a lo grande: aquí se repartieron el mundo conocido los reinos de España y Portugal en 1494. Pueden verse los facsímiles del acuerdo en las Casas del Tratado. Al lado estaba el Palacio Real (hoy sustituido por un bloque infame) donde permaneció recluida cuarenta años Juana la Loca. Siguen en pie, al lado, la iglesia de San Antolín, convertida en museo sacro, y el convento de Santa Clara, otro antiguo palacio con atauriques mudéjares y baños árabes de la época de Pedro I el Cruel.
Más adelante, por Rueda y La Seca, las bodegas donde se cría el blanco verdejo tan de moda son casi atracciones hollywoodienses. En Castronuño, de nuevo el Duero traza un amplio arco de ballesta, digno de su estatus de frontera y de las gestas heroicas que se reviven cada verano ante la iglesia románica de Santa María del Castillo. Las márgenes del río son reserva natural de aves. También jalón fronterizo y escenario de hitos históricos es la ciudad de Toro (batalla de Toro en 1476, Cortes de Castilla, Leyes de Toro). Encaramada a unos escarpes que sirven de muralla, alcanzó relevancia política y militar, pero también comercial. En Toro se criaba de antiguo un vino diferente, potente, guerrero, exaltado por vates clásicos e historiadores; un vino que aguantaba bien largas travesías hasta la América recién descubierta.
Tan de ver como su singular colegiata románica, iglesias mudéjares o palacios silentes son las bodegas que acogen además museos (Fariña, Pagos del Rey), grandes refectorios (Divina Proporción) o esfuerzo familiar y humor (La Morada del Vino). Al sur de Toro se extiende la llamada Tierra del Vino, por donde algunos pueblos se apellidan "del Vino" (Morales, Moraleja, El Cubo). Para atravesar la ciudad de Zamora el Duero necesita ya muchos puentes, muchos cronistas ilustres, muchos muñidores de romances y muchos guías turísticos. Zamora es plato fuerte, parada y fonda, jalón a explorar sin prisas.
Rozando apenas la comarca del Sayago, el Duero se entrampa en la encerrona de los Arribes. Hay tramos donde se estrecha a solo unos metros, encajonado en paredones de granito con altura de vértigo. Un parque natural (e internacional) donde el río se convierte en frontera política. En una orilla, Miranda do Douro, portuguesa. En la orilla opuesta, Fermoselle, zamorana. Villa olvidada casi, con mucho cartel callejero de "se vende", solo animada en los veranos de barbacoa. Y horadada por completo en un laberinto subterráneo de bodegas que se han convertido en atracción turística. Aguas abajo, junto a la presa que salía en la película Doctor Zhivago (Aldeadávila de la Ribera) acaba de inaugurarse el Mirador del Fraile, en vilo a 300 metros sobre el Duero. Lejos quedan ya aquellas riberas placenteras donde el río soñaba qué verde era su valle.
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