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A tan solo 78 kilómetros de la capital italiana se encuentra uno de los jardines más bellos del mundo, así como los dos pueblos donde escapan los romanos del bullicio de la gran ciudad
Hay un jardín en Ninfa, a 78 kilómetros al sur de Roma, que motiva a hacer hasta viajes transoceánicos para conocerlo. Según The New York Times, he ahí uno de los jardines más bellos y románticos del mundo. Eso depende de muchas cosas, empezando por el estado de ánimo y el de los posibles de cada uno. Lo indudable es que se trata de un jardín diseñado como una simbiosis de historia y naturaleza, de ruinas medievales y rosas inglesas junto a castaños americanos, arces japoneses y cipreses italianos entre sus 1.300 plantas diversas. Con el añadido del esporádico canto de un centenar de especies de aves. Una explosión de biodiversidad la de Ninfa, tan contrastante, por ejemplo, con la de un jardín zen con solo piedras. Aquí los rosales trepan por muros de basílicas rotas del siglo XII. Y mantienen restos de frescos desafiando los siglos.
Ninfa ha sido declarado Monumento Natural de Italia y disfruta de un microclima inesperado en plena llanura pontina, entre los montes Lepini y el mar Tirreno. Es un jardín de ocho hectáreas cuya originalidad consiste en extenderse entre lo que fue una próspera ciudad medieval hasta quedar saqueada y abandonada a los pies de Norma y Sermoneta, dos pueblos vecinos que han sobrevivido en sus alturas a tantas guerras y calamidades. La malaria se empezó a erradicar en esta región, el Agro Pontino, en los años veinte del siglo pasado.
Ninfa quedó deshabitada casi medio milenio antes, pero los farallones de Norma protegieron sus ruinas y su ambiente, impidiendo que pasaran las nubes más bajas y descargaran sus destructivas tormentas. De por sí Ninfa tiene agua de sobra. En su río, también llamado Ninfa, hoy nadan buenas truchas. En uno de sus islotes hubo un templo romano dedicado a las diosas acuáticas. Y aún Ninfa abunda de fuentes y manantiales, y tiene un lago y represas. Tras los romanos, Ninfa fue posesión del Estado Pontificio, y una villa rica disputada por las familias de la nobleza romana. Ninfa se dio el lujo de tener siete iglesias tituladas como las siete basílicas de Roma. En Santa María la Mayor fue coronado el papa Alejandro III, quien tuvo que huir de Roma perseguido por las huestes de Federico Barbarroja, el emperador que prefería sostener a otro papa, o anti-papa, como Víctor IV.
Así Ninfa necesitó una doble muralla circular, y un castillo y una torre que hoy forman parte del paisaje ajardinado. En cambio, no sobrevivieron sus industrias, molinos harineros, ferrerías y batanes. Y todo quedó arrumbado por la codicia de las facciones religiosas durante el Gran Cisma de Occidente a finales del siglo XIV.
Pero entre tantos avatares, una familia, la de los Caetani, que contaba con un papa, Bonifacio VIII, se quedó con el dominio de este territorio. Y así hasta el fallecimiento de Donna Lella, la última heredera de los Caetani. En 1972 se creó la fundación Roffredo Caetani, que gestiona el Jardín de Ninfa, y el parque natural de Pantanello en la cercana localidad de Cisterna de Latina, con cien hectáreas donde se ha reintroducido la fauna anterior al saneamiento del paludismo de las marismas. Y donde, gracias a su ausencia de polución lumínica, organizan avistamientos de estrellas, como las Perseidas de agosto.
La existencia del jardín de Ninfa se debe en buena parte a la intuición y al esfuerzo de Onorato Caetani en 1920, con su mujer inglesa Ada Bootle Wilbraham, y sus hijos Gelasio y Roffredo. En el ayuntamiento medieval, aún en pie con su bifora o doble arco empotrado en la fachada, pusieron su casa de campo y decidieron lo más importante: no desbaratar aún más las ruinas de Ninfa, sino acoplar entre ellas nuevas plantas. Los viejos cedros se combinaron con los bambús que tenían los Caetani en su finca de Fogliano de Latina. Las glicinias empezaron a dar racimos y tantas rosas inglesas escalaron los muros medievales como si fuesen su hogar. Para ir a la plazoleta de la Gloria hay una doble hilera de lavandas antes de los cerezos. Mientras que en el puente de dos ojos da sombra un chopo fichado en el Archivo de Árboles Monumentales Italianos, un ejemplar que inspira respeto y también ganas de pintarlo, o de fotografiarlo con tu memoria personal. El río Ninfa pasa ahí correteando con todo su vigor. Las visitas son guiadas y se prohíbe tocar o cortar algo. Ni siquiera se usan pesticidas, para eso crían mariquitas en casetas de madera. Demuestran una voracidad en el consumo de las plagas que esa comida casi iguala su propio peso.
Un lugar tan especial como Ninfa fue visitado por escritores como el poeta D'Annunzio o Boris Pasternak, el padre de Doctor Zhivago. Ya en los años treinta Roffredo Caetani y su mujer, la norteamericana Marguerite Chapin, dejaron su residencia en Versalles para afincarse aquí. En Francia Marguetire fundó Commerce, una revista literaria con firmas como la de Paul Valery. En Italia quiso hacer lo mismo al fin de la II Guerra Mundial. En 1948 Marguerite fundó su segunda revista literaria y la llamó Botteghe Oscure por el nombre de la calle de Roma (entre el Aracoeli y las ruinas del Teatro de Balbo). En el número 32 de esa calle los Caetani tenían un palacio y allí pusieron la redacción. No lejos, en el número 4, estuvo la sede del Partido Comunista Italiano. La revista duró hasta 1960 mientras el jardín de Ninfa seguía progresando y recibiendo a muchos de los colaboradores de la publicación, que no fueron poco relevantes. Directamente en inglés publicaron allí desde Truman Capote a Dylan Thomas. Y allí vio la luz pública el primer capítulo del Gatopardo de Lampedusa y los primeros versos de Pasolini. Sin contar la flor y nata de la literatura italiana de la segunda mitad del siglo XX, Gadda, Moravia... O Calvino, el que imaginó la historia de un barón rampante que, para lo que hay aquí abajo, decidió irse a vivir a la copa de un árbol.
Arriba de Ninfa, colgada de una peña llamada Rave, se encarama el pueblo de Norma. Un burgo medieval en su mayor parte reconstruido, que fue feudo también de los Caetani. Pero mucho antes, en el 492 a.C., en las afueras de Norma hubo una ciudad romana llamada Norba. Una acrópolis estratégica que aún maravilla por la magnitud de sus murallas defensivas, a veces de 15 metros de altura, con enormes polígonos de piedra. En la guerra civil del siglo II a.C. entre Marco y Sila Norba se alineó con el primero, pero ganó el segundo, lo que desencadenó su destrucción y abandono.
Hoy la calma es perfecta desde su mirador natural sobre las antiguas marismas hasta el Tirreno, donde se entrevé la isla de Ponza. Y abajo, la mancha de un verde oscuro del jardín de Ninfa, como un oasis en el Agro Pontino. Y los aficionados al parapente se tiran a volar desde el propio barranco de Norba. A la hora de comer lo que triunfa en Norma es el pecorino. Queso de oveja en la pasta y en los postres, más las robustas carnes a la brasa de los montes Lepini.
A cuatro kilómetros por aire, y si no 11 por una enroscada carretera, se llega a Sermoneta, el que fue mayor feudo de los Caetani. Este es un pueblo que hunde sus raíces en la Edad Media pero que conserva su genio y figura hasta nuestros días. Es un sitio de moda para una escapada de Roma. Atrae el buen aire de los montes y lo empinado que está este pueblo que va formando con sus casas y barrios una especie de pirámide cuyo vértice es el castillo de piedra blanca de los Caetani. Donde se cree que se alojó Carlos V, y seguro que lo hizo Lucrecia Borgia, la hija del papa español Alejandro VI, un enemigo terrible de los Caetani. No solo los excomulgó sino que les confiscó sus bienes.
Sermoneta recuerda en placas y hasta en desfiles con vestidos de época la figura de Onorato Caetani, quien en 1571 fue capitán general de la Infantería del Estado Pontificio, y que en calidad de tal, embarcado en la nave La Grifona, participó en la batalla de Lepanto. Gloria y fanfarria para él, otra cosa fue para un soldado español que allí perdió la movilidad de un brazo y que al regreso sería hecho prisionero en Argel. Y con todo eso no se doblegó ni su orgullo ni su ingenio. También fue una de las más importantes juderías del sur de Italia. Y su estado de conservación es tan impecable que ha servido para filmar varios documentales. Y parte de una película como Seda, de François Girard, basada en la novela de Alessandro Barico. La cuestión ahora es ver y ser visto en las terrazas de las plazoletas del pueblo donde lo que se lleva es tomar Aperol Spritz, el revivir elegante de una bebida a base de alcachofa.
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